La Danza (Samuel Ramos, 1950)

La supremacía actual de la danza entre los espectáculos artísticos tiene una sencilla razón psicológica: produce en el espectador puro goce estético. Cabría preguntar si la emoción producida por otro arte como el drama es goce o bien algo muy diferente. La respuesta sería que el atractivo del drama no es el goce, sino la excitación de sentimientos y pasiones que provoca. Sentimientos y pasiones que no difieren de lo que produce o debiera producir la vida si las convenciones sociales no lo impidieran. Así que, mediante el drama, el individuo no se distrae de la vida; al contrario, se procura una más intensa de la que en realidad tiene. Vive los sentimientos dramáticos con el tono efectivo que les corresponde cuando son verdaderos; placer, dolor, angustia, esperanza… Luego estos sentimientos no son puramente artísticos, porque puede darlos también la vida. El único sentimiento que la vida no puede dar es el goce estético, y la danza es el arte que puede procurarlo.



Sin embargo, una obra dramática proporciona, a veces, un goce cuando la escena retrocede en la historia o tiene su asunto en el simbolismo del mito o la leyenda. Lo importante para que haya goce es alejarnos de la existencia verdadera y cambiar sus condiciones; requisito que la danza realiza necesariamente por su naturaleza. Cualquiera que sea la idealidad de los conflictos dramáticos siempre tiene que manifestarse en formas parecidas a la acción práctica habitual. Mientras que ideal el contenido de la danza, su expresión toma formas enteramente diversas del a acción cotidiana. Esto no significa que la danza esté hecha de artificio. Para que haya emoción estética es forzoso que la fantasía, por más irreal que sea, nos dé la impresión de un mundo posible dentro de las condiciones humanas. Cuando el arte traspasa este límite de verosimilitud, su influencia en nuestra sensibilidad se acaba. L a danza no consentiría su extremo idealismo si no fuera por la intervención del cuerpo humano en la expresión coreográfica. La danza tiene la fantasía de un cuento de Hadas; pero no sería tan intensa nuestra complacencia si no viéramos a este mundo encarnado en seres vivos. El cuerpo del bailarín nos está diciendo que por más ideal que sea el sentido de la Danza tiene que materializarse en formas humanas.

Cuando presenciamos un baile, el cuerpo humano cambia para nosotros de significado. Deja de ser una máquina para convertirse en un lenguaje de formas y de ritmos. Lo curioso de La danza es que los extraños movimientos del cuerpo no parecen artificiales; Sentimos que brotan de un impulso natural. L alegría del bailarín, que se comunica a los espectadores, es la alegría de una liberación. Liberación del cuerpo del mecanismo del trabajo, para recrearse en una acción espontánea. Reaparece el hombre libre, después de romper con la actividad corpórea útil que ha mecanizado los movimientos.

El bailarín no crea un hombre nuevo. Sencillamente arranca al hombre de la máscara con que la vida social lo desfigura y muestra su ser primitivo. Experimentamos un gran deleite en ver suelto a este Adán que en todos se revuelve furiosamente por ser. Hay en cada uno de los movimientos del bailarín una rebelión que arrastra todas nuestras simpatías.

Creo que la pureza artística puede obtenerse sin salir de lo humano. La danza es un modelo de esta pureza porque concilia, en una perfecta unidad, dos tendencias aparentemente contradictorias: la menor realidad con la mayor «naturalidad» posible. Disfrazada de fantasía la danza rescata por un momento al hombre natural que yace enterrado bajo una espesa costra de civilización.



RAMOS, Samuel: «LA DANZA». En: Filosofía de la vida artística. Madrid, España. 1950.

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